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Pablo A. Ferreiras Pérez
Necesitamos derrumbar la dictadura de la opulencia. Esa que impone salarios de miseria. La dictadura que ahonda cada vez más la distancia entre el 1% que se traga más del 30% del producto interno bruto y que obliga a sobrevivir a más de 4 millones de asalariados con el ingreso menor a 5 dólares por día, para afrontar a una Canasta Básica con un costo superior a los 44,000 o su equivalente en dólares de 758 que si lo dividimos entre 30, arroja un promedio de 25 dólares al día. Esa dictadura hay que derrotar!
La noche del 30 de mayo de 1961 la dictadura la metieron dentro del baúl de un carro, pero afuera quedó intacta, sin un razguño, la ambición desmedida de las élites económicas; esas que prefirieron lamerle las botas al tirano, poner sus esposas y sus hijas doncellas a la disposición de las bajas y desenfrenadas pasiones libidinosas del caporal. Esas élites imponen su señorío oprobioso y himillante. No importa quien gobierne, ni como gobierne, a esas élites el juego siempre se les da a más.
Cayó el dictador sanguinario, pero dejó inoculado su impronta criminal. Hoy, millones de jóvenes son contenidos a fuerza de la metralla, la espiritual y la material. Muchos caen en los asaltos; otros se pudren en los vicios; otros en las cárceles. Les ofrecen como puerta de escape, la búsqueda desenfrenada, en tropel, del vellocino de oro.
Al joven se le estimula y se le empuja al delito, a la corrupción. Se le prohíbe y desaconseja pensar. Se le promueve la inmediatez, envuelta en sexo y escape. Se le educa para que odie lo autóctono, para que desconozca y aborrezca nuestras raíces históricas y la impronta moral de nuestro pueblo.
Se ha impuesto una moderna y sofisticada dictadura a la cual se dan el lujo de vender como «democracia representativa». Por eso es necesario que, 63 años después, sea descabezada la dictadura de las desigualdades y las injusticias sociales.