
Por Héctor Miolán
Nació en un pueblo español llamado Orihuela, y en escasos 30 años produjo poesía y teatro. Pastor de ovejas, y entre piedras y hierbas leías y escribía. De manera sigilosa evadía la opresión del tiránico padre.
Fue tan corta su vida y tan intensa, que le dio tiempo para arengar al pueblo republicano y escribirle versos en vientos del pueblo.
Su ética fue de hierro, de cobre, de acero, y al final sus respiros fueron de diamantes.
Sus penas se las tragó como la transpiración perdida, ausente.
No renegó de sus convicciones poéticas y morales. Sus dolores vertidos en el recipiente de las nanas de la cebolla les arrancaron lágrimas para sellar con ellas las fuertes impotencias de saber que su hijo nada tenía que comer; solo pan y cebolla.
Y permaneció incólume cantándole a los oídos silenciosos y distanciados de su pequeño hijo.
Su vocación poética, su fuerza de soldado o de miliciano republicano lo llevaron a cantar y actuar y llevar su poesía y teatro a la escena, porque su obra venía y seguía cargada de futuro.
Un opresor, recuerdo, le dijo una vez a un poeta en prisión: los poetas no cargaban armas de fuego.
Y Miguel Hernández, se preguntó en silencio: ¿qué cargaba?
Sí, cargaba armas, lápiz, papel y decisión práctica para defender con su creación poética la República española.
Miguel Hernández en el piso frío de la cárcel, de seguro que escribió mentalmente cientos de versos, por lo que fue un Sócrates del siglo XX por no renunciar a sus convicciones éticas cuando le propusieron que renunciara a las mismas, prefirió la muerte honrosa.
Si Miguel Hernández, hubiera renunciando a sus convicciones ético-morales; sus letras estarían registradas con amargos sabores,y no con las agridulces y grandezas memoriales con las que la historia lo viene haciendo.
Miguel Hernández se sobrevivió a sí mismos, no así sus verdugos al ser estos hundidos en estiércol.