
Por Miguel SOLANO
El 21 de noviembre de 1694 mi madre daba el estremecedor grito que me trajo al universo participativo. A mi padre no lo ví ése día, pues según mis fuentes no confiables, andaba cortándoles las cabezas a esas hienas muertas conocidas como alemanes. Mis padres me legalizaron bajo el nombre de Francois-Marie Arouet, pero el Sol, el Aire y la Lluvia, para que pensará la Tierra, me bautizaron como Voltaire.
Hasta el 30 de mayo de 1778 estuve alborotando París. Fuí a la Facultad de Derecho de París y me hice abogado, escritor, historiador y poeta. Ingresé a lo más sabio que había en ese tiempo: La francomasoneria.
Como abogado me hice famoso por mi célebre frase de «Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».
Y como filósofo me gané fama de ateo por mi poema :
Dios es un comediante
que actúa para una audiencia
demasiado asustada para reír.
Termina mi recorrido paricience y estoy en cama esperando cerrar mis ojos por última vez. Llegó el sacerdote a darme la bendición de partida. Preocupado por mi reputación me avisas:
— Voltaire, es hora de que abandones a Lucifer y te arrojes a los brazos de Dios.
Yo, que como en La Divina Comedia, había vivido el Supramundo, los mundos intermedios y el Inframundo, abrí mis ojos por última vez, contemplo sus sudores de vino de mala muerte, pienso en que «perro viejo ladra acostado», y le digo:
— Perdóneme padre, pero éstos no son tiempos para ganar enemigos.