
Los conceptos emitidos en este artículo son de la exclusiva responsabilidad del autor
Más allá de la propaganda: el imperativo de la seguridad integral
Por Iscander Santana

Zürich, Suiza
La narrativa dominante en Occidente ha simplificado el conflicto de Ucrania bajo la etiqueta de «expansión imperialista rusa». Si bien las acciones militares son indiscutiblemente violatorias de la soberanía ucraniana, esta explicación ignora el factor más influyente y menos publicitado: la geografía.
Para entender la persistencia e inflexibilidad de Moscú, debemos aplicar la lente de la geopolítica. Su principio fundamental, popularizado por Tim Marshall en *Prisioneros de la Geografía*, establece que el destino de una nación está inextricablemente ligado a su mapa. Al analizar la crisis actual y los intentos de paz desde esta perspectiva, se hace evidente que el motor de Rusia no es la codicia territorial sino un imperativo de seguridad integral dictado por su geografía vulnerable.
La maldición de la llanura europea
La tesis de que Rusia no busca expansión por el simple hecho de poseer más tierra se fundamenta en geografía básica. Rusia es el país más grande del mundo con 17 millones de kilómetros cuadrados; terreno le sobra. Sin embargo, su vulnerabilidad se concentra en su flanco occidental donde no existen barreras naturales que protejan su núcleo poblacional.
El corazón histórico y demográfico de Rusia se encuentra en el límite de la Gran Llanura Europea, vasta extensión de tierra plana que se extiende desde el Atlántico hasta los Urales. Esta ausencia de montañas o mares impenetrables ha convertido a Rusia en nación históricamente vulnerable a invasiones desde Occidente. Polacos y suecos en el siglo XVII, Napoleón en 1812, Alemania en ambas guerras mundiales: cada invasión penetró profundamente por la misma ruta geográfica, llegando hasta las puertas de Moscú.
Esta «maldición» geográfica obliga a Moscú a búsqueda constante de profundidad estratégica y zonas de amortiguamiento. Las guerras y políticas de influencia rusas no han sido primariamente por riqueza territorial sino por la necesidad imperiosa de mantener adversarios lo más lejos posible de Moscú y San Petersburgo. La historia militar rusa se entiende mejor como gestión defensiva del espacio que como expansionismo agresivo.
Ucrania como el último amortiguamiento vital

En este contexto, Ucrania no es simplemente un país vecino sino, estratégicamente, la pieza clave de la defensa rusa. Su integración completa en la OTAN representa, para el Kremlin, la eliminación total de su zona de amortiguamiento. Significaría que la maquinaria militar occidental se situaría a menos de 500 kilómetros de Moscú, reduciendo el tiempo de respuesta ante un ataque de misiles a minutos.
Esta percepción de amenaza existencial, dictada por geografía más que por paranoia, explica la intransigencia rusa y hace que el conflicto adquiera dimensión casi fatalista. Desde la perspectiva de Moscú, perder Ucrania ante la OTAN equivale a perder la capacidad de defenderse ante una invasión futura.
De igual modo, la guerra en el sur responde al segundo imperativo geográfico ruso: el acceso a puertos de aguas cálidas para proyección de poder naval global. El control del Mar Negro, particularmente del corredor terrestre hacia Crimea y el acceso al Mar de Azov, es vital para la Armada rusa. Rusia no necesita más territorio, pero el acceso marítimo permanente es innegociable para mantener su estatus de potencia naval.
Transnistria: control geopolítico sin anexión
Para desacreditar la tesis de «expansión pura», basta examinar enclaves como Transnistria. Rusia mantiene presencia militar en esta franja de tierra moldava desde 1992, no porque necesite más territorio sino porque le permite ejercer control geopolítico por denegación.
Mientras Transnistria permanezca como conflicto congelado bajo influencia rusa, Moscú conserva poderosa ficha para bloquear cualquier avance de Moldavia hacia la OTAN o la Unión Europea. Es estrategia de «ancla» para frenar la expansión occidental, un mecanismo de seguridad barato y eficaz que no requiere costosa anexión formal. Si el objetivo fuera imperialismo territorial clásico, Transnistria habría sido anexada hace décadas como lo fue Crimea.
La geografía dictará el destino del plan de paz
La diplomacia actual, incluyendo planes que sugieren concesiones territoriales y neutralidad forzada de Ucrania, choca frontalmente con la retórica de «justicia histórica» pero no con la realidad geopolítica. Si se alcanza un acuerdo, este no será resultado de victoria moral o consenso democrático sino de la formalización de un compromiso geográfico.
El plan de paz final, si se concreta, probablemente significará dos cosas. Primero, neutralidad garantizada: Ucrania renunciará formalmente a unirse a la OTAN, restaurando la «zona de amortiguamiento» que Rusia considera existencial. Segundo, líneas defensivas: las concesiones territoriales legalizarán el control ruso sobre corredores estratégicos y acceso al mar, particularmente el puente terrestre hacia Crimea.
La conclusión es incómoda pero realista. La paz en la región vendrá cuando la geografía dicte la línea que ambas partes, directa o indirectamente, puedan aceptar como su nueva realidad de seguridad. La guerra en Ucrania es el dramático resultado de dos sistemas opuestos, la expansión de la OTAN hacia el este y el imperativo de seguridad rusa, que chocaron en la misma llanura sin barreras naturales.
El resultado, lamentablemente, será una nueva y rígida «prisión de la geografía» para Europa del Este. Las fronteras que emerjan de este conflicto no reflejarán justicia sino geografía, no voluntad democrática sino imperativo estratégico. Y mientras la geografía de la llanura europea permanezca inmutable, esta tensión estructural entre Rusia y Occidente persistirá, esperando solo la próxima crisis para reactivarse. Porque los mapas, al final, son más determinantes que las ideologías.







