
Por Dr. Ramón Ceballo
La motivación de escribir este artículo surge a raíz de la solicitud de varios medios de comunicación de la República Dominicana que han requerido mi opinión sobre un tema que, nuevamente, sacude la sensibilidad nacional.
En días recientes han circulado rumores sobre la muerte por ahogamiento de una estudiante, y se presume que detrás de este trágico hecho podría haber existido algún tipo de acoso por parte de compañeros de clase.
Ante la gravedad de estas versiones y la necesidad de aportar claridad y contexto a un fenómeno que afecta profundamente a nuestra juventud, me veo en la obligación moral y profesional de ofrecer este análisis.
El bullying es una forma de violencia sistemática, repetida y deliberada contra una persona percibida como vulnerable. Se manifiesta en burlas, exclusión, amenazas, agresión física o verbal y, en la era digital, en el ciberacoso.
Lejos de ser “cosas de muchachos”, sus efectos son profundos y duraderos; trastornos de ansiedad, depresión, fracaso escolar, conductas autolesivas e, incluso, muertes asociadas a la conducta suicida o a circunstancias extremas derivadas del acoso.
La realidad dominicana obliga a actuar
Los estudios y diagnósticos señalan que el problema es grave en nuestro país. Informes nacionales y regionales muestran altos niveles de acoso escolar y exclusión entre estudiantes, cerca de cuatro de cada diez alumnos han declarado sentirse excluidos o marginados en el centro escolar, una cifra que exige atención.
Además, el análisis regional colocó a República Dominicana entre los países con mayor nivel de bullying en escolares de 12 años en la comparación con otras naciones de la región. Estos indicadores describen un panorama de vulnerabilidad emocional que tiene consecuencias tangibles en la salud mental juvenil.
En respuesta a esta situación, el Senado aprobó en junio de 2024 la incorporación al Código de Niños, Niñas y Adolescentes de una disposición que prohíbe el acoso o intimidación escolar (“bullying”) y que obliga a establecer protocolos de denuncia y protección en los centros educativos.
Esa decisión legislativa es un paso necesario, pero no suficiente si no se acompaña de recursos, formación y supervisión efectiva.
Un caso reciente que conmueve y exige respuestas
La semana pasada, la muerte por ahogamiento de una niña de 11 años durante una excursión escolar reabrió este debate en voz alta, la familia de la menor denuncia que la víctima había sufrido acoso en la escuela, y reclama explicaciones sobre las circunstancias del hecho y el acceso a las pruebas audiovisuales del momento.
Casos como este, cuando se vinculan a presuntas situaciones de bullying, muestran cómo la indiferencia institucional y la demora en investigar pueden transformarse en agravantes del daño. Las autoridades deben investigar con rapidez, transparencia y garantías de protección para la familia y los testigos.
Los datos nacionales sobre suicidio en adolescentes y jóvenes revelan una realidad alarmante, en los últimos años la tasa de suicidios ha mostrado cifras que obligan a tomar medidas integrales de salud pública.
La evidencia internacional y local vincula el acoso sostenido con ideación suicida, autolesiones y empeoramiento de trastornos mentales en jóvenes. Ignorar la relación entre bullying y salud mental equivale a normalizar una cadena de daños que puede terminar en pérdida de vidas
El abordaje exige acciones simultáneas y sostenidas. Entre las medidas urgentes y prácticas que deben desplegarse se destacan:
- Protocolos obligatorios y vigentes en todas las escuelas (públicas y privadas) para detección, denuncia y protección de víctimas.
- Formación permanente a docentes, directores y personal de apoyo para identificar señales de acoso y atender crisis emocionales.
- Programas de intervención psicosocial en los centros, equipos de orientación escolar, psicólogos y trabajadores sociales accesibles para alumnos y familias.
- Campañas públicas de sensibilización dirigidas a estudiantes, padres y comunidad educativa que deslegitimen la violencia como ocio o “bromas”.
- Mecanismos de denuncia seguros y anónimos, con seguimiento público y sanciones claras para agresores (restaurativas y, cuando proceda, sanciones legales).
- Incorporación del bullying en las agendas de salud mental, inversión en prevención y tratamiento, líneas de ayuda y atención 24/7 para jóvenes en crisis.
- Supervisión y evaluación de la aplicación de la ley aprobada en 2024, fondos, indicadores y rendición de cuentas.
La respuesta es colectiva. Las familias deben mirar con atención, sin culpar a la víctima, y buscar ayuda profesional ante señales de aislamiento, cambios de conducta o autolesiones. Las escuelas deben actuar como garantes del ambiente seguro.
Los medios y las redes deben evitar la estigmatización y exigir investigaciones responsables, la información puede proteger o revictimizar; elegir el camino responsable es una obligación ética.
El bullying no es una anécdota ni una fase pasajera, es una falla del tejido social que fractura trayectorias vitales y deja marcas imposibles de borrar. Las recientes tragedias y las cifras nacionales obligan a una reacción decidida, leyes, presupuesto, formación, atención psicológica y, sobre todo, una cultura que no tolere la violencia.
No es suficiente aprobar normas, debemos implementarlas con rigor. Si seguimos esperando, corremos el riesgo de normalizar más pérdidas. No podemos permitirlo.
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