
La estrella fugaz, fallecida a a los 91 años, tuvo dos encuentros decisivos: Godard y Gainsbourg
Brigitte Bardot, actriz francesa legendaria, mito erótico y firme defensora de los animales, ha fallecido este domingo a los 91 años, según anunció la propia Fundación Brigitte Bardot. “La Fundación Brigitte Bardot anuncia con inmensa tristeza el fallecimiento de su fundadora y presidenta, la señora Brigitte Bardot, actriz y cantante de reconocimiento mundial, que decidió abandonar su prestigiosa carrera para dedicar su vida y su energía a la defensa de los animales y a su Fundación”, señala el comunicado remitido a la AFP, sin precisar ni el día ni el lugar del fallecimiento.
BB, como popularmente se la conocía, había puesto fin a su trayectoria cinematográfica hace más de cincuenta años, dejando tras de sí cerca de medio centenar de películas y dos escenas ya inscritas en el panteón del séptimo arte: un mambo febril en un restaurante de Saint-Tropez en Y Dios… creó a la mujer y un monólogo, desnuda, en la secuencia inicial de El desprecio.

‘Initials BB’: un icono de la cinefilia y de la chanson
“¿Te gustan mis piernas? ¿Y mis rodillas también?” empieza preguntando una Brigitte Bardot completamente desnuda y tendida sobre la cama, como si acabara de hacer el amor con Michel Piccoli, en la célebre escena que abre El desprecio (1963), de Jean-Luc Godard, sin duda la película más importante de su carrera, y hasta podría decirse que de la historia del cine, porque sencillamente lo tiene todo: requisito esencial para ese puesto de honor, es una película sobre el propio cine, rodada en gran parte en Cinecittà, con Fritz Lang interpretándose a sí mismo mientras filma una adaptación de La Odisea, además de Piccoli como el guionista encargado de adaptar el poema de Homero y Jack Palance prestando su mandíbula prominente al tiburonesco productor americano encargado de financiar la adaptación. Y, por supuesto, Brigitte Bardot, la mayor estrella del momento en todo el mundo.

El desprecio empezó a rodarse ocho meses después del suicidio de Marilyn Monroe, una noticia que dejó terriblemente trastocada a la francesa, gran admiradora que también había intentado quitarse la vida, y estaba aterrada ante su propio futuro: “¿Qué será de mí?”, fue la pregunta que le hizo a su entonces pareja, el actor Sami Frey.

Bardot había trabajado con grandes cineastas de la vieja escuela omo Claude Autant-Lara (En caso de desgracia) o Henri Georges-Clouzot (La verdad), pero el núcleo duro de la Nouvelle Vague no se había interesado por ella. Quizás porque la veían inalcanzable. Aunque fue ella la que, aprovechando la cercanía entre Frey y Godard, se ofreció para el papel de la mujer de Piccoli, porque El desprecio era su novela favorita de Alberto Moravia, acabó cobrando medio millón de dólares, la mitad del presupuesto de un ambicioso filme que, de otra forma, tampoco se hubiera podido armar.
La famosa escena del principio, en la que Godard y su director de fotografía, Raoul Coutard, proyectan filtros de colores sobre su cuerpo desnudo, se añadió a última hora a petición del productor americano, Joseph E. Levine, que se sentía estafado por no tener a Bardot desnuda en la película, con lo que le había costado. Para Godard, tenerla vestida ya era un sueño hecho realidad, ya que había sido de los primeros en ver en ella a la encarnación de la mujer moderna, dueña de su propia sexualidad, y no solo un mero objeto del deseo. Poco importa que se desmarcara del feminismo, Bardot personificó como ninguna a la mujer liberada, que hacía lo que quería con su cuerpo. La que Marguerite Duras describió como “el sueño imposible del hombre casado” no tardó en aprender a decir que No. Dijo que No en varias ocasiones a Hollywood, dijo que No a James Bond, a El caso de Thomas Crown, a Jacques Demy y a Luchino Visconti, que vio en ella a la proustiana Odette de Crécy. Aunque también entró en cólera cuando François Truffaut prefirió a Catherine Deneuve para rodar La sirena del Mississippi (1969), hasta el punto de alegrarse del fracaso comercial del filme, el mejor de su creador para un servidor.

En los años 70, dijo que No al bisturí y a su propia carrera cinematográfica a los 38 años, pero antes de retirarse vivió otro encuentro decisivo cuando la fichó la Philips, el mismo sello que Serge Gainsbourg, que compuso sus dos primeros singles: dos canciones –L’appareil a sous y Bubble Gum–, que cantó con una curiosa indiferencia que maridaba a la la perfección con la célebre “nonchalance” del cotizado cantante y compositor. Cuando se conocieron en persona, en el programa de Sacha Distel, saltaron chispas que rápidamente tomaron la forma de una tórrida pasión, aunque ella seguía casada con el playboy Gunther Sachs. De esa relación, salieron canciones increíbles como Harley Davidson o Contact, que la inmortalizaron como una diva del pop de los 60, así como los todavía más memorables duetos Comic Strip y, sobre todo, Bonnie and Clyde, en cuyo sofisticado videoclip avant la lettre aparecían emulando a Warren Beatty y Faye Dunaway en la rompedora película de Arthur Penn que acababa de estrenarse en Estados Unidos y todavía no había llegado a Francia. En la carátula del álbum homónimo publicado en 1968, podía leerse:
“Estos temas de Brigitte y míos son, ante todo, canciones de amor: amor de combate, amor apasionado, amor físico, amor de ficción. Amorales o inmorales, tanto da, lo que importa es que son de una sinceridad absoluta”.

La más célebre canción que grabaron a duo, Je t’aime moi non plus, en la que básicamente parece que están haciendo el amor –la calificaron de “audio-vérité–, no vio sin embargo la luz hasta 1986, cuando Bardot publicó su último disco, Toutes les bêtes son à aimer, en beneficio de sus queridos animales. En 1968, Gunter Sachs había puesto el grito en el cielo, y Bardot quiso darle otra oportunidad. Tampoco quería escándalos ya que tenía que rodar una película con Sean Connery en España, el insustancial western Shalako, ocasión para Gainsbourg de componer una canción de despedida, la mítica Initials BB, cuyos versos terminan con la mágica palabra Almería.

Fuente: La Vanguardia






