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Por: Becker Márquez Bautista
Tras dejar atrás el dominio británico y lograr su independencia de Malasia en 1965, Singapur se erigió como un estado autónomo bajo el liderazgo de su primer ministro, el visionario Lee Kuan Yew. Mejor conocido como el «padre fundador» indiscutible, fue Primer Ministro desde 1959 hasta 1990, un mandato continuo que se extendió por más de tres décadas. Su legado de transformaciones y consolidaciones proyectó a la nación a la grandeza que es hoy.
Singapur, hoy conocida como «La Perla de Asia», es una diminuta ciudad-estado con apenas 5.9 millones de habitantes, pero es uno de los mayores centros financieros del mundo. Se destaca como el lugar que produce más millonarios y, paradójicamente, uno de los más costosos para vivir, según el Economist Intelligence Unit.
Sin embargo, hace apenas medio siglo, era una isla pobre, con escasos recursos naturales y un futuro incierto. Fue Lee Kuan Yew quien diseñó un amplio y audaz programa de reformas para rescatar a Singapur de lo que él mismo describió como el «pozo negro de la miseria y la degradación». Su visión la transformaría en un país industrializado y moderno, bajo un modelo capitalista con un estricto, aunque efectivo, control estatal.
En una primera etapa de desarrollo, Singapur se volcó en la producción de manufactura intensiva en mano de obra para exportar a los mercados de países desarrollados. Pero hacia fines de la década de los 90, el país dio un salto cualitativo, entrando en una nueva fase de transformación económica. Mediante una inversión masiva en tecnología, educación y servicios de alto valor, se consolidó como un centro financiero global de primer orden. Desde entonces, su crecimiento ha sido imparable.
Un pilar fundamental de su éxito ha sido su implacable lucha contra la corrupción, lo que se refleja en su constante liderazgo en el Índice de Percepción de la Corrupción. Este logro no es casual; se debe a una estrategia multifacética que incluye la existencia de leyes sólidas, una aplicación firme a través del Buró de Investigación de Prácticas Corruptas (CPIB) y la internalización de una cultura nacional que prioriza la integridad y la probidad como valores innegociables.
No obstante, es crucial reconocer que este camino no estuvo exento de sombras. A finales de la década de 1960, si bien el gobierno impulsó grandes programas de empleo y la construcción de viviendas sociales, estas políticas vinieron acompañadas de un estricto control de la vida privada y la supresión de libertades individuales. Esto incluyó la detención de opositores sin juicio y la aplicación de castigos corporales. En ese periodo, la democracia estaba, efectivamente, prácticamente quebrada.
Reflexión y lecciones para la República Dominicana
La historia de Singapur nos enseña que la prosperidad no se regala; se construye. Es un manual tangible sobre el poder de la visión, la disciplina y la ejecución. El desafío para la República Dominicana es emular ese éxito económico sin comprometer los valores democráticos que tanto ha costado preservar.
Para lograrlo, es un imperativo moral y patriótico enfrentar la corrupción sin vendas en los ojos. Es hora de poner un freno definitivo al despilfarro y al saqueo de los bienes del Estado, actuando con firmeza para recuperar cada centavo robado. El clamor de la ciudadanía es claro: ni un solo peso más debe ser sustraído de las arcas públicas.
Esta lucha por la integridad es la piedra angular de nuestro desarrollo, pero no la única. Debemos adoptar una planificación estratégica con visión de Estado, no de gobierno, y priorizar el desarrollo del capital humano a través de una reforma educativa profunda. Como Singapur, debemos invertir masivamente en nuestra gente, con formación técnica, bilingüismo y preparación para las industrias del futuro.
Finalmente, es crucial aprender de los «peros» de Singapur. El precio de su éxito económico fue la supresión de libertades. La lección para la República Dominicana es contundente: podemos y debemos buscar el desarrollo con la misma disciplina y visión, pero siempre dentro del marco innegociable de la democracia y el respeto a los derechos individuales.