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Por Doctor Ramón Ceballo
Con profunda inquietud y con la conciencia puesta en los principios de la dignidad humana, la paz duradera y la autodeterminación de los pueblos, elevo mi voz, una entre muchas, pero necesaria, para exigir el cese inmediato de la ofensiva israelí contra la Franja de Gaza y el pueblo palestino que allí resiste, sobrevive y lucha por su derecho a existir.
Lo que presencia el mundo entero, día tras día, es una catástrofe humanitaria sin precedentes en el siglo XXI. No se trata de un conflicto simétrico ni de un episodio bélico convencional: es una masacre en cámara lenta, ejecutada con métodos y armas desproporcionadas, que ha dejado más de 58,000 personas muertas desde octubre de 2023, en su mayoría civiles, según datos verificados por la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA).
Gaza, conocida como “la prisión a cielo abierto más grande del mundo”, ha sido reducida a ruinas. Hospitales, escuelas, refugios de la ONU, almacenes de ayuda humanitaria y hasta convoyes médicos han sido objeto de ataques. La población civil ha sido borrada de barrios enteros. Miles de niños, mujeres y ancianos yacen bajo los escombros, mientras los pocos hospitales que aún funcionan colapsan por falta de medicamentos, combustible, agua potable y personal médico.
La Franja de Gaza no es tierra de nadie ni zona gris: es parte legítima del territorio palestino, reconocido como tal por múltiples resoluciones de Naciones Unidas y por el derecho internacional.
Sin embargo, la política israelí, respaldada de manera constante por Estados Unidos y otros aliados, insiste en imponer una lógica de dominación, desplazamiento forzoso y castigo colectivo bajo el disfraz de la defensa propia.
Este horror no puede seguir siendo trivializado como una operación militar contra el terrorismo. Lo que ocurre en Gaza constituye una violación sistemática del derecho internacional humanitario.
La Cuarta Convención de Ginebra, que prohíbe los ataques indiscriminados contra civiles y protege instalaciones médicas, educativas y de ayuda, está siendo flagrantemente ignorada.
La comunidad internacional, con escasas excepciones, ha optado por la inacción o la indiferencia.
Los vetos repetidos de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU han bloqueado resoluciones claves para un alto el fuego inmediato y sostenido. Con cada veto, Washington agrava su responsabilidad histórica y moral en esta tragedia.
Su política de apoyo incondicional a Israel no solo destruye cualquier posibilidad de una paz justa, sino que erosiona los cimientos mismos del derecho internacional.
No se puede hablar de paz sin justicia. Y no puede haber justicia mientras se siga negando a Palestina el derecho a existir con soberanía, con fronteras seguras y con dignidad.
La paz no es una dádiva del más fuerte: es un derecho que se construye sobre el reconocimiento mutuo, la memoria histórica y el respeto a los derechos humanos.
Hoy, incluso dentro de Israel, veteranos, reservistas, altos mandos retirados del ejército y jóvenes objetores de conciencia comienzan a alzar la voz contra esta guerra sin alma. No son antisemitas ni traidores: son ciudadanos que comprenden que la seguridad no se edifica sobre cadáveres ni ruinas.
Desde todos los rincones del planeta debemos unirnos a ese clamor. Debemos decir con fuerza y claridad: ¡basta ya! No más bombardeos, no más bloqueo, no más ocupación.
Palestina necesita libertad. Gaza necesita agua, comida, refugio, reconstrucción, no más misiles. Lo que necesita el pueblo palestino es vida. Y lo que necesita la humanidad es justicia.
No es momento de neutralidad ni de diplomacias tibias: es el momento de la verdad. Silenciarse hoy equivale a ser cómplice del crimen.
La historia juzgará no solo a quienes oprimen, sino también a quienes, pudiendo hablar, eligieron callar.