
Por Doctor Ramón Ceballo

El apagón que dejó a la República Dominicana a oscuras el 11 de noviembre de 2025 coloca de nuevo sobre la mesa una pregunta incómoda: ¿fallas técnicas y abandono institucional o la mano deliberada de quienes buscan sabotear infraestructuras críticas?
El gobierno, a través del Ministerio de Energía y Minas, ha explicado que la interrupción total del servicio eléctrico se originó en la subestación San Pedro I, ubicada en San Pedro de Macorís, y que, por el momento, no hay evidencia de sabotaje.
Se ha activado un Comité de Fallas para investigar el origen exacto del colapso, que afectó simultáneamente la generación, la transmisión y la distribución de energía en casi todo el territorio nacional.
Durante varias horas, el país quedó paralizado: hospitales operando con plantas de emergencia, transporte detenido, aeropuertos sin respaldo suficiente y ciudadanos desconcertados.
El apagón afectó también al Metro y al Teleférico de Santo Domingo, sistemas que dependen de la red nacional.
En el Aeropuerto Internacional de Las Américas, donde un apagón similar había ocurrido apenas en septiembre, las operaciones sufrieron retrasos y caos logístico.
Dentro del Metro, decenas de pasajeros permanecieron atrapados en los vagones por largos minutos, en medio del calor, la oscuridad y la incertidumbre.
Muchos experimentaron crisis de ansiedad, ataques de pánico y desorientación, lo que puso en evidencia la falta de protocolos de apoyo psicológico en emergencias colectivas.
La intervención de equipos de salud mental psicólogos, trabajadores sociales y orientadores, debería considerarse una prioridad, no solo para los afectados directos, sino para una población que vivió el evento con un alto nivel de estrés y sensación de vulnerabilidad.
Estos eventos, repetidos en un corto período, despiertan legítimas sospechas. No por teorías conspirativas, sino porque revelan un patrón de vulnerabilidad institucional.
Si un desperfecto en una subestación puede derrumbar todo el sistema, la pregunta ya no es si hubo sabotaje, sino por qué una infraestructura de miles de millones de dólares sigue siendo tan frágil.
La República Dominicana arrastra un largo historial de crisis eléctricas.
Desde los años ochenta, el país ha enfrentado apagones generalizados y fallas sistémicas que exponen la debilidad de su matriz energética. Reformas, capitalizaciones y cambios en la gestión pública han intentado, sin éxito duradero, resolver un problema que es tanto técnico como político.
A lo largo de los años se han denunciado casos de vandalismo y sabotaje a torres de transmisión, pero en la mayoría de los apagones las causas han sido otras, falta de mantenimiento, sobrecargas, negligencia operativa y corrupción en la gestión de contratos de generación y distribución.
Por eso, aunque la sospecha de sabotaje aflore cada vez que se apagan las luces, lo que más duele es la sensación de un país atrapado en el mismo ciclo de improvisación y vulnerabilidad.
Un apagón nacional no solo afecta la economía y la seguridad; golpea la confianza pública.
En sociedades polarizadas como la dominicana, cada crisis técnica se convierte en combustible para la especulación política.
Las redes sociales amplifican rumores y sectores opositores aprovechan el desconcierto para cuestionar la capacidad de gestión del gobierno.
La respuesta institucional, por tanto, no debe limitarse a restablecer la energía, sino a restablecer la credibilidad.
Se requiere una investigación transparente, con resultados verificables y comunicados con claridad.
Si fue una falla técnica, que se demuestre con evidencia; si hubo negligencia, que se asuman responsabilidades; y si se identifica sabotaje, que se castigue con rigor.
El deber de establecer consecuencias claras y visibles no es solo un acto de justicia, sino una señal de que el Estado no tolerará la impunidad ni la ineficiencia en áreas críticas.
Asimismo, el gobierno tiene la responsabilidad de enviar un mensaje firme y tranquilizador a la población.
La incertidumbre que se vivió durante el apagón generó miedo, desconfianza y rumores que deben ser contrarrestados con comunicación clara, liderazgo visible y acciones concretas que fortalezcan la sensación de control y seguridad ciudadana.
Lo ocurrido el 11 de noviembre no puede verse como un hecho aislado. El apagón en el AILA en septiembre, las interrupciones recientes en el Metro y los cortes recurrentes en distintos puntos del país sugieren un deterioro acumulado. No hay sistema infalible, pero sí hay sistemas previsores.
El debate sobre si fue una falla o un sabotaje encubre una discusión más profunda: el abandono institucional. Un Estado que reacciona, pero no previene; que investiga, pero no reforma.
Si los mecanismos de control, mantenimiento y transparencia estuvieran consolidados, los dominicanos no tendrían que debatir cada cierto tiempo entre la hipótesis del accidente o la del complot.
Fuentes del gobierno han informado que el sistema opera al 96 % y que el servicio ha sido restablecido en casi todo el país. Pero la pregunta de fondo sigue sin resolverse: ¿qué garantiza que esto no vuelva a ocurrir?
En un país donde las interrupciones eléctricas son tan previsibles como las excusas, los apagones se han convertido en un espejo del deterioro institucional.
Más allá de la causa inmediata, una falla técnica o una mano oculta, el verdadero desafío es reconstruir la confianza en la gestión pública de la energía, una tarea tan urgente como encender la luz.
La verdad es que, el gobierno debe ir más allá de las explicaciones técnicas y tomar decisiones políticas claras, sustituir de inmediato a los funcionarios responsables del sector energético mientras se realiza una investigación profunda, independiente y con participación de expertos nacionales e internacionales.
Solo así podrá enviar un mensaje contundente de responsabilidad y autoridad, demostrando que la seguridad eléctrica del país no puede depender de la improvisación ni del silencio administrativo.







