
Si RTVE no rectifica y sustituye ante la UER el ultimátum por la voluntad de diálogo, tras la firma de la tregua entre Hamas e Israel, nuestro país quedará automarginado.
Sabido es que la Historia la escriben los vencedores, y no hace falta ser ningún lince para intuir qué relato se va a acabar imponiendo en no mucho tiempo sobre la barrabasada en Gaza. Ya no sólo porque quien está escribiendo la Historia sea la primera potencia del globo, la que ha consentido con un republicano y -no se olvide- con un demócrata en el Despacho Oval que la escabechina haya durado lo que ha durado -y a ver quién es el guapo que se atreve a tildar al tío Sam de cooperador necesario en un genocidio-, sino porque en esa lista de vencedores, en este caso morales, se van a dar golpes de pecho desde países europeos como Alemania a esos regímenes árabes más interesadas en lo provechoso que les resulta a sus estómagos agradecidos el acercamiento a Israel que el destino de unos gazatíes que no son para ellos sino puro incordio desde hace décadas.
Así las cosas, y dado que en Egipto se ha organizado este lunes una firma de paz a modo de show que ni la Super Bowl, no parece tan frívolo dedicar este hueco a otro show, en este caso el Festival de Eurovisión. Porque todo pinta a que, al final, el único hito que va a haber logrado en este dramático conflicto el Gobierno de Sánchez es que España se quede fuera del concurso y bastante colgada de la brocha. Cosas veredes, Sancho.
Vaya por delante que a quien esto escribe le repugna que Israel, un país tan querido por los eurofans en la historia del certamen, haya participado en las últimas ediciones, instrumentalizando el concurso a su antojo y convirtiéndolo en plataforma de blanqueamiento.
Dicho eso, la reacción de RTVE de anunciar su retirada de Eurovisión si el próximo año participa Israel se ha acabado demostrando tan apresurada como incoherente. Incoherente porque la decisión que tomó por mayoría el Consejo de Administración de la corporación, recordémoslo, fue empujada por el propio Sánchez y el ministro Urtasun que quisieron explotar el fervor que entre parte de la ciudadanía había despertado lo ocurrido con la Vuelta. Pero si no se puede ir a cantar a un escenario que también pisará algún artista de un «Estado genocida», a ver cómo se come hacerse la foto en la rúbrica de un acuerdo cocinado por el Gobierno de ese mismo Estado, esto es, por Netanyahu. Y eso es lo que va a hacer nuestro presidente del Gobierno, que ya no sabemos si seguirá sintiéndose con autoridad o no para decirnos que está muy feo concursar en Eurovisión con Israel.
El uso maniqueo que desde tantos sectores se ha hecho del Festival en las últimas semanas provoca náuseas. No parece que España vaya a dejar de jugar en ligas europeas de baloncesto, ni esté dejando de competir en la fase clasificatoria para el Mundial de fútbol en Norteamérica, con los hebreos buscando igualmente su puesto, etcétera, etcétera, etcétera. Al final los eurofans españoles, toda la vida lidiando con el desdén de quienes con autosuficiencia nos tachan de frikis, quedaremos como los únicos tontos útiles en la batalla simbólica contra el genocidio.
Los países de la UER votarán en noviembre sobre la participación israelí el próximo mayo. Ya estaba complicada su expulsión, porque la guerra nunca se ha visto igual en todas partes, y porque con amenazas como la del canciller alemán de sacar a su televisión del concurso si se toca un pelo a su protegido de Tel Aviv, pintaban bastos. Y, tras la firma del Plan Trump, no serán pocos los Estados que consideren que marginar a Israel se interpretaría como un boicot a la misma paz y, todavía más, como un desaire al mismísimo inquilino de la Casa Blanca. Si RTVE no rectifica y se da al menos un margen para sustituir el ultimátum por la voluntad de diálogo y consenso, y España se acabara quedando como una nación paria y automarginada, en vez de a Eurovisión donde habría que instalar con urgencia al Chikilicuatre es en el Palacio de La Moncloa.
Fuente EL MUNDO