
Por Dr. Ramón Ceballo
La historia política de América Latina está marcada por la sombra de una potencia que, bajo distintos pretextos, ha intervenido en los asuntos internos de la región, los Estados Unidos.
Desde los golpes de Estado del siglo XX hasta las presiones diplomáticas y económicas contemporáneas, Washington ha actuado como un poder hegemónico que decide quién gobierna, quién cae y bajo qué condiciones se “restablece la democracia”.
Detrás de su discurso sobre la libertad y los derechos humanos, se esconde una estrategia de dominación política, económica y militar que ha socavado la soberanía de pueblos enteros.
Las recientes declaraciones del presidente Donald Trump, en las que reconoce haber autorizado operaciones secretas de la CIA en territorio venezolano, reabren una herida que América Latina no ha logrado cerrar.
Se trata de una afrenta directa a la soberanía de un país y una violación flagrante del Derecho Internacional.
Ninguna nación tiene derecho a disponer del destino de otra bajo el amparo de la “seguridad nacional” o de la “defensa de la democracia”.
Detrás de esas excusas, lo que realmente se impone es la vieja doctrina de control y sometimiento que ha caracterizado la política exterior estadounidense en la región.
La Agencia Central de Inteligencia (CIA) no es ajena a esta historia. Su participación en derrocamientos de gobiernos legítimos, desde Guatemala (1954) hasta Chile (1973), su apoyo a dictaduras militares y su promoción de operaciones clandestinas destinadas a desestabilizar gobiernos soberanos forman parte de un expediente que exhibe con claridad el desprecio de Washington por la autodeterminación de los pueblos.
Estas acciones, realizadas bajo la bandera de la libertad, han dejado un saldo de represión, desapariciones, pobreza y división social.
Que en pleno siglo XXI el presidente de Estados Unidos reconozca y justifique tales operaciones es una señal alarmante. No se trata solo de un episodio aislado, sino de la continuidad de una política que concibe a América Latina como su patio trasero.
La región no puede aceptar que se repitan los métodos de espionaje, sabotaje o intervención militar que tanto dolor causaron en el pasado. Es inaceptable este nuevo intento de vulnerar la soberanía, de América Latina.
Los principios de no injerencia y de autodeterminación de los pueblos no son simples formalidades diplomáticas, son pilares del orden internacional y garantías de paz. Defenderlos es una obligación ética y política de todos los gobiernos y ciudadanos comprometidos con la dignidad de sus naciones.
América Latina debe responder unida, con voz firme y sin ambigüedades. La libertad de nuestros pueblos no puede seguir dependiendo del beneplácito de una potencia que históricamente ha confundido liderazgo con dominación.
Aprendí del doctor José Francisco Peña Gómez, uno de los padres de la democracia dominicana que la soberanía no se negocia ni se delega, se defiende, con memoria, con dignidad y con la fuerza de la verdad histórica.