
Por Doctor Ramón Ceballo
A raíz de los últimos acontecimientos trágicos ocurridos en República Dominicana —algunos de ellos marcados por actos de desesperación, violencia o suicidio—, diversas personas me han solicitado una reflexión sobre el estado de la salud mental en nuestro país.
Este artículo nace desde esa preocupación colectiva, con el propósito de aportar al debate público sobre un tema que ha sido ignorado. Detrás de cada caso hay una historia de dolor no atendido, y de cada silencio, una falla del sistema.
La salud mental no es un lujo ni una moda: es la base del bienestar emocional, psicológico y social de cada individuo. Influye en cómo pensamos, sentimos, actuamos y nos relacionamos con los demás. Sin embargo, en República Dominicana, hablar de salud mental sigue siendo una conversación incómoda, muchas veces postergada o directamente ignorada.
El tema se evade en los hogares, se minimiza en las escuelas y se relega en las políticas públicas, a pesar de su impacto profundo y creciente en la vida cotidiana de miles de ciudadanos. A pesar del avance global hacia modelos más inclusivos y humanos, miles de dominicanos enfrentan trastornos emocionales sin diagnóstico, sin tratamiento y, en demasiados casos, en absoluta soledad..
Entre el estigma cultural, la negligencia estatal y la escasa infraestructura, la salud mental continúa siendo una de las grandes deudas social del sistema público. Desde 2006, con la promulgación de la Ley No. 12-06 sobre Salud Mental, el país adoptó un marco normativo moderno, alineado con los estándares internacionales.
Con ella se reconoce la salud mental como un derecho público y establece que la atención debe integrarse al sistema general de salud, con un enfoque comunitario y centrado en la persona.
La verdad es que prohíbe la creación de nuevos manicomios y promueve alternativas como hospitalizaciones breves, atención domiciliaria, unidades móviles y centros comunitarios de intervención en crisis. A casi dos décadas de su aprobación, gran parte de estos postulados sigue sin concretarse en la práctica.
El Plan Nacional de Salud Mental 2019–2022, elaborado con apoyo de la OPS/OMS, apuntó a materializar este cambio de paradigma. Entre sus ejes figuran la creación de Centros Comunitarios de Salud Mental, hospitales de día y programas de reintegración psicosocial. También se cerró formalmente el antiguo Hospital Psiquiátrico Padre Billini, transformado en un centro de rehabilitación, símbolo de una nueva era.
Es cierto, que estos avances se han limitado geográficamente y carecen de sostenibilidad presupuestaria. En la práctica, el modelo asilar aún domina, especialmente en provincias, donde no existen redes comunitarias ni personal capacitado para una atención integral y digna.
Según la Organización Panamericana de la Salud, más del 20 % de la población dominicana sufre un trastorno mental a lo largo de su vida. La depresión, la ansiedad, el estrés crónico y las adicciones encabezan la lista de afecciones más comunes.
La verdad es que un dato alarmante es el aumento sostenido del suicidio, especialmente entre hombres jóvenes y adultos en edad productiva, el cual se debe a la falta de atención oportuna, al aislamiento social, la presión económica y la ausencia de espacios seguros para hablar, es ya una crisis silenciosa que cobra demasiadas vidas.
El presupuesto público destinado a salud mental representa menos del 2 % del total del presupuesto de salud, una cifra muy por debajo del promedio recomendado por la OMS. Debido a eso tenemos una infraestructura deficiente, escasez de psiquiatras y psicólogos, poca cobertura en atención primaria y ausencia de programas preventivos sostenidos.
A la carencia institucional se suma un obstáculo cultural profundamente arraigado: el estigma. En la sociedad dominicana, aún persiste la idea de que acudir a terapia es “cosa de locos” o un signo de debilidad. Este prejuicio impide que muchas personas pidan ayuda, por miedo al rechazo o al juicio social. La salud mental no solo está invisibilizada por el presupuesto, también lo está por la cultura.
Los efectos de esta combinación son devastadores: violencia intrafamiliar, abandono de adultos mayores, trastornos no diagnosticados en niños y adolescentes, y miles de personas que enfrentan su dolor sin acompañamiento ni recursos para sanar.
Para que la salud mental deje de ser un privilegio y se convierta en un derecho real, es imprescindible que el Estado y la sociedad civil adopten un compromiso firme y sostenido en base a cinco acciones clave:
- Incrementar el presupuesto: Asignar al menos el 5 % del gasto en salud a salud mental, incluyendo infraestructura, profesionales y programas preventivos.
- Descentralizar la atención: Incorporar psicólogos, orientadores y trabajadores sociales a la red de atención primaria, con enfoque territorial.
- Prevenir desde la escuela: Establecer programas de educación emocional en todos los niveles del sistema educativo.
- Implementar una línea nacional gratuita: Una línea de ayuda psicológica 24/7, accesible por teléfono y plataformas digitales, para población en crisis.
- Combatir el estigma: Lanzar campañas masivas que normalicen la búsqueda de ayuda y promuevan la empatía hacia quienes padecen trastornos mentales.
Un país emocionalmente enfermo es un país socialmente frágil. Invertir en salud mental no es una opción compasiva: es una decisión estratégica que mejora la productividad, reduce la violencia, fortalece el tejido social y consolida la democracia.