Muchos estudios encuentran una relación entre el bienestar subjetivo y unos mayores ingresos, pero no es recomendable apostarlo todo a lo económico
En 2012, los británicos Adrian y Gillian Bayford ganaron 190 millones de euros en la lotería Euromillones. Meses después, estaban divorciados y en los años posteriores acabaron casados con personas que los engañaron, peleados con su familia y endeudados por malas inversiones. En 1988, William Post ganó 16,2 millones de dólares en la lotería de Pensilvania (EE UU). Un año más tarde, su hermano pagó a un sicario para asesinarlo y heredar su fortuna. Post sobrevivió, pero acabó su vida con más de un millón de euros de deuda.
Las historias de ganadores de la lotería que acaban arruinados abundan y, según publican algunos medios, no son anécdotas. Se atribuye a un trabajo muy citado del Fondo Nacional para la Educación Financiera (NEFE), en Denver (EE UU), la idea de que el 70% de los que ganan la lotería están arruinados cinco años después. La organización desmintió en 2018 que existiese un estudio suyo con esas conclusiones y achacó la confusión a un participante en una reunión organizada por la NEFE en 2001, que se inventó el dato. Estudios posteriores sugieren que los ganadores de la lotería se encuentran mejor tras el premio y han calculado en menos de un 6% el porcentaje de bancarrotas entre los agraciados. Sin embargo, tras el desmentido, la cifra se ha seguido publicando, mostrando la necesidad de creer que el dinero no da la felicidad. Muchos estudios científicos, sin embargo, dicen lo contrario.
En un trabajo reciente sobre la materia, Matthew Killingsworth, de la Universidad de Pensilvania (EE UU), y Daniel Kahneman, de Princeton, pusieron a prueba sus propios resultados sobre la relación entre el dinero y el bienestar emocional. Kahneman había observado en un estudio de 2010 que el bienestar, al menos entre los estadounidenses, aumenta con los ingresos hasta que se alcanzan los 75.000 dólares anuales (69.000 euros, al cambio actual). Después, el efecto desaparece. Killingsworth, con su aplicación Track Your Happiness (”sigue tu felicidad”), que lanza preguntas a los usuarios sobre cómo se sienten en momentos aleatorios del día, había concluido en 2021 que el dinero seguía incrementando la felicidad mucho más allá de los 75.000 dólares, y no vio el límite detectado por Kahneman.
En el estudio conjunto, diseñado para dirimir sus discrepancias, los investigadores observaron que ambos tenían algo de razón: para el 80% de las personas, ganar más dinero no deja de tener beneficios emocionales nunca, pero existe un 20% para el que a partir de los 100.000 dólares anuales esas ganancias no significan nada.
El dinero, por sí solo, no da la felicidad, pero permite hacer cosas que hacen sentirse mejor. Una de las formas de conseguirlo, tanto para ricos como para pobres, es gastar dinero en otra gente. Obviamente, los ricos pueden invitar más. Otro factor que se relaciona con el bienestar subjetivo son unas buenas relaciones sociales y parece que es más fácil tenerlas con un estatus socioeconómico elevado. En general, aunque las personas que ganan más dinero pueden, en ocasiones, tener horarios de trabajo muy prolongados, suelen tener más control sobre el modo en que organizan su tiempo que las personas que ganan menos y que, en muchos casos, también trabajan muchas horas.
Sin embargo, con algo tan abstruso como la felicidad, no es razonable pensar que su búsqueda se puede reducir a intentar ganar más. El economista Richard Easterlin plantea que, una vez cubiertas las necesidades básicas, el incremento de ingresos no aumenta necesariamente el bienestar. Según sus datos, el tiempo que se dedica a la familia o a cuidar la salud tiene un impacto más duradero que el dinero, que pierde su efecto como una droga a la que uno se habitúa. “La gente dedica una cantidad de tiempo desproporcionada a objetivos pecuniarios”, dice Easterlin. Esto se debe, según él, a que los individuos creen que sus aspiraciones serán las mismas ahora que en el futuro, y no se dan cuenta de que con el aumento de ganancias también lo harán sus aspiraciones. Además, la gente no aprende porque, cuando se les pregunta por cómo se sentían en el pasado, se evalúan con las aspiraciones materiales presentes y no con las inferiores que tenían hace años. “Como resultado, la mayor parte de los individuos dedican una cantidad desproporcionada de su vida a ganar dinero y sacrifican la familia o la salud, áreas en las que las aspiraciones son bastante constantes cuando cambian las circunstancias”, concluye Easterlin.
La relación entre dinero y felicidad es aún más compleja. Hace unos días, la revista PNAS publicó un estudio en el que se midió la satisfacción vital de personas que viven en sociedades en los márgenes del mundo globalizado, que en varios casos son miembros de poblaciones indígenas y con muy pocos recursos económicos; entre 500 y 1.000 euros por cabeza de activos frente a los más de 40.000 de España o los 65.000 de Austria. Pese a esa aparente pobreza, entre los mapuches de Lonquimay, una región montañosa en el sur de Chile, el nivel de satisfacción reportado es de 8,1 sobre 10. En la región de Amambay, en Paraguay, los guaraníes llegan al 8,2, los collas del altiplano norte de Argentina al 8, los tibetanos de Shangri-La a un 7,9, y los ribeirinhos de la Amazonia brasileña al 8,4. Con ese mismo baremo, la Unión Europea en 2021 tenía un 7,2 de media y Austria, el país más feliz, un 8.
Eric Galbraith, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona y primer autor del estudio, cree que los resultados positivos de muchas de estas comunidades pueden tener que ver con la comparación. “La gente siempre se está comparando con los demás y, los que vivimos en sociedades monetizadas, tenemos el dinero como una forma obvia de compararnos con otra gente, y podemos sentirnos satisfechos si tenemos suficiente dinero o más que las personas con las que te comparas”, señala. Este factor de la comparación se ha visto en otros análisis, que muestran cómo en las sociedades más desiguales, las ventajas de ganar mucho dinero y los problemas de tener poco son más extremas. Eso hace que donde hay menos equidad, el vínculo entre ingresos y felicidad sea más fuerte.
Galbraith, que realizó su estudio como parte de un análisis sobre el impacto del cambio climático en estas sociedades en los márgenes del mundo industrial, cree que futuros trabajos, que busquen qué puede generar felicidad sin necesidad de un crecimiento económico exacerbado, pueden ayudarnos a entender cómo mejorar el bienestar de la humanidad sin agotar los recursos naturales. En algunas de las sociedades con mejores puntuaciones en su percepción de la felicidad existe un fuerte sentido de comunidad, hay un vínculo estrecho con la naturaleza y una espiritualidad profunda que puede explicar parte de su bienestar más allá del dinero. “Quizá, con un esfuerzo social dirigido durante un par de décadas, podamos aprender a recuperar estos aspectos en nuestras sociedades y seamos capaces de incrementar el bienestar subjetivo más allá de lo que nos permitiría el crecimiento económico, esa sería mi esperanza”, resume Galbraith.
Marino Pérez, de la Academia de Psicología de España, es escéptico sobre la utilidad de medir la felicidad para orientar las políticas públicas y conseguir una ciudadanía más satisfecha con su vida. “La felicidad no significa nada, depende de cada persona y cada momento y de la sociedad a la que pertenece”, afirma. “La felicidad tenía que ver con una vida virtuosa, interesada por el bien común y no con este sentido individualista y subjetivista, propio de los países desarrollados, y en particular de los anglosajones, donde se piensa todo el rato si se es feliz comparándose con los demás”, continúa. En su opinión, el bienestar de las sociedades tradicionales del estudio de Galbraith puede deberse a que “estas personas no están preocupadas por la felicidad, sino ocupadas en las tareas de la vida”.
Easterlin observó que, aunque la felicidad individual se asocia de una forma consistente al incremento de los ingresos, cuando se analiza el nivel de felicidad de un país, no crece con la economía. Algunos datos pueden apoyar esta paradoja: pese al crecimiento económico en las últimas décadas, la salud mental de la población más joven, que ha crecido en tiempo de bonanza, es cada vez peor. Pérez plantea que, por un lado, “el capitalismo consumista se basa en que los individuos no estén satisfechos con lo que tienen y deseen cosas que no tienen”, una locura que “podemos contagiar a las sociedades tradicionales”. En segundo lugar, cree que “la preocupación por la felicidad es una de las causas del problema de salud mental de las sociedades occidentales y las nuevas generaciones”. “Buscar la felicidad es una tarea enfermiza. La felicidad es algo más retrospectivo que prospectivo”, añade. Desde este punto de vista, no es tan malo recordar y sentir que éramos felices aunque no lo sabíamos.
Fuente EL PAÍS