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Por Oscar Guedez
La noche de este domingo quedó marcada por otra herida a la libertad de prensa, Anas Al Sharif, corresponsal de Al Jazeera en Gaza, fue asesinado junto a los 4 miembros de su equipo en un ataque israelí de precisión en el sur de la Franja.
Según la cadena, no había combates en la zona en ese momento y el objetivo del bombardeo fue directamente el reportero.
Este crimen se suma a una larga lista de más de 232 periodistas, reporteros, camarógrafos, fotógrafos, cineastas y documentalistas asesinados desde el inicio de la ofensiva militar israelí en Gaza. Organizaciones como el Comité para la Protección de Periodistas lo han calificado como la mayor matanza de trabajadores de prensa en un solo conflicto en las últimas décadas.
Las imágenes difundidas por testigos muestran cómo, entre los escombros, colegas intentaban rescatar cámaras, micrófonos y material de trabajo, conscientes de que proteger esas pruebas es también proteger la verdad.
Al Sharif, ampliamente reconocido por su compromiso profesional, había documentado incansablemente la devastación sobre la población civil, la hambruna, las crisis en hospitales y los desplazamientos forzados. En sus últimas transmisiones, habló de la imposibilidad de separar el relato periodístico del drama humano que vivía como gazatí.
Su muerte, junto a sus compañeros, es un ataque directo al derecho de las sociedades a estar informadas.
Israel ha negado que apunte contra periodistas, pero las cifras y los testimonios acumulados plantean una narrativa difícil de sostener. Organismos internacionales y expertos en derecho humanitario coinciden en que la protección de la prensa en zonas de conflicto es una obligación establecida por el Derecho Internacional, no una concesión. Sin embargo, en Gaza, la línea roja parece haberse borrado.
El asesinato de Al Sharif ocurre en un momento en que la guerra no solo se libra con armas y bombas, sino también en el campo de la información. Controlar el relato, limitar las voces críticas internas y externas, y acallar testigos incómodos se ha convertido en una estrategia tan letal como los ataques militares.
Y para un país como Israel, fuertemente cuestionado por la magnitud de su ofensiva, reducir el número de periodistas sobre el terreno significa, de facto, reducir las posibilidades de rendición de cuentas.
En cada cámara destruida, en cada periodista silenciado, se pierde una parte de la memoria colectiva del conflicto. Anas Al Sharif, al que Israel acusa de ser miembro de Hamás sin mostrar pruebas irrefutables para una acusación tan grave y a quien no intentaron detener porque era mejor asesinarlo, ya no podrá seguir narrando la tragedia de Gaza, pero su trabajo ya es un archivo de resistencia.
Y en caso de que Al Sharif fuese un objetivo militar legítimo, sus 4 compañeros no pueden calificarse como “daño colateral”, porque también fueron objeto directo de un ataque de precisión.
En su última crónica dijo: «El mundo debe saber lo que ocurre aquí, aunque nosotros no estemos mañana». Esas palabras resuenan como testamento y como advertencia.