Por Miguel SOLANO
Ese jueves de 1987 llegué con tristeza, con dolor en mis ojos y lágrimas en mi lengua. Don Juan, inmediatamente, se dio cuenta y me interrogó:
— SOLANO, ¿qué te pasa?
Todos los jueves, a las 5:30 de las tardes, yo me encontraba con Juan Bosch para presentarle los trabajos
que debían aparecer en el periódico Vanguardia del Pueblo, órgano oficial del Partido de la Liberación
Dominicana.
Casi masticando las palabras, le respondo: son dos cosas. Le digo la primera y cuando usted termine de
corregir le digo la segunda:
— Ayer fui a ver a mi madre y la encontré vomitando y estremeciéndose de dolor.
Le pregunté qué le pasaba y me dijo que había comido algo que le cayó mal, pero yo sentí que no es así.
Don Juan tomó un pedazo de papel escribió algo y me dijo:
— Llévala mañana dónde ese compañero. Acaba de regresar de España y en materia de cáncer es lo mejor que tenemos.
Cuando terminó de corregir los trabajos me comentó:
— Ahora puedes decirme la segunda y que no sea que te va del país.
— Don Juan, usted va a ganar las elecciones de 1990.
Y nosotros creemos que usted necesita más tiempo y tranquilidad para diseñar y ejecutar sus pasos tácticos. El compañero Ramón Tejeda está encargado de la página internacional, yo me encargo de la laboral y tanto Ramón como yo escribimos los editoriales. Odalis Pérez es un formidable corrector. Le garantizamos que no dejaremos pasar errores. Entonces, mi pedido es que me autorice a no traerle el periódico completo sino sólo los artículos de opinión y los editoriales.
Me miró un buen rato y me dijo:
— Está bien, está bien, eso me ayudará…
Quise darle el formidable abrazo del hijo. Salí de su oficina lleno de bendiciones. Al otro día, a las 2:30pm
estaba, con mi madre, en el consultorio del compañero, que por suerte estaba situado en la misma Avenida Independencia, a una esquina de la casa nacional del PLD.
El compañero Calventi le hizo los análisis: eran las cinco y treinta y ocho minutos cuando apareció con los
resultados:
— Tú madre tiene un cáncer de estómago muy avanzado.
Yo puedo operarla mañana y vivirá dos horribles años, tan horrible como estar en el infierno. Si la dejamos tranquila vivirá unos 45 días. Yo estaba llorando. Casi me desplomo: “Madre, ¿qué hacemos?».
Supo que era a mi a quien había que darle valor. Tomo mis dos manos y me dijo:
— Hijo, vamos a soportar los próximos 45 días.
— Doña Josefina, usted ha tomado la decisión correcta.
No se desanime. Mire, estos medicamentos le calmaran los dolores. Y su mejor medicamento es el amor de su hijo.
Yo no pude decir nada. Mi alma, mi espíritu y mis ojos sólo sirvieron para llorar. Abracé al doctor, tomé a mi madre y la llevé a la casa que ella había construido en San Pedro de Macorís. Le prepare su habitación y nos preparamos para pasar los 45 días más horribles del Universo y para cada día ver el coraje con que mi madre espera el final.
Mis hermanos, que no podían soportar el dolor de mi madre me acusaban de ser un criminal y de haber tomado la decisión por ella, de que eso era suicidio y de que yo iría para el infierno. Pero mi madre le sentenció:
— Ustedes crean y digan lo que les haga sentir mejor, pero Miguel no tiene nada que ver con mi decisión:
Yo tomé la decisión adecuada, la que las circunstancias recomiendan.
Luego yo, para no permitir que el alma de mi madre fuera víctima del engaño le busqué y le leí de la Biblia aquellos personajes que habían recurrido al suicidio, como el menor de los males.
— Madre, no hay nada en la Biblia que diga que el suicidio es un pecado. Todo eso es una mentira inventada por los negociantes de las religiones.
— Hijo, si esperar a la muerte con dignidad y coraje es un pecado, ni Dios está a salvo. La verdadera pecadora es la muerte, que le gusta, innecesariamente, prolongar el dolor.
Yo solo puedo imaginarme el dolor de las miles de familias enemigas, enemigas entre sí, porque el paciente no ha podido tomar la decisión correcta y porque muchos Galenos encuentran en ellos una insaciable fuente de ingresos.
Pacientes con un Alzheimer tan desarrollado que hasta comer se les ha olvidado y el doctor, para
mantenerse sacando dinero, le pone un tubo para llevarles los alimentos al estómago. Y como hay que
tranquilizar a los hijos les dice:
«Ustedes están haciendo todo lo posible: vamos a necesitar otro deposito».
Y ellos se sienten orgullosos porque son capaces de mantener viva esa cámara de tortura.
Yo aún tengo en la memoria de mi alma al compañero Calventi.
Su pronóstico fue más que exacto:
A los 44 días mi madre falleció.
Nunca las personas deben acudir a la eutanasia, el que sopló vida es Dios.
Como cristiano creo en el poder del libre albedrío . Gracias por la gentileza de su lectura
Cada quien es dueño de sus actos, libre para hacer lo que considere oportuno en el momento que debe decidir y como tal hay que respetar sus decisiones. Al igual que tú madre habría tomado la misma decisión. Tu madre: una mujer inteligente, valiente. Paz a sus restos!
Sí, ese es el poder del libre albedrío