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Por Iscander Santana
Zürich, Suiza
La guerra en Ucrania ha sido presentada en Europa como un conflicto moralmente nítido donde una democracia es atacada por un agresor autoritario, un pueblo heroico defiende su soberanía y una Unión Europea unida protege los valores occidentales. Sin embargo, detrás de esa narrativa épica se esconde una realidad mucho más incómoda. La UE ha renunciado a la diplomacia, ha ignorado escándalos internos en Kiev y ha apostado por una estrategia militar que no puede sostener indefinidamente.
La doble moral europea no es un accidente sino una decisión política calculada.
Moralismo hacia afuera, silencio hacia adentro
Mientras Bruselas exige «transparencia, reformas y estándares democráticos» a países candidatos a la adhesión, guarda silencio sepulcral cuando la NABU, la Oficina Nacional Anticorrupción de Ucrania, destapa escándalos que salpican a altos funcionarios del gobierno de Zelenski. No se trata de rumores ni propaganda rusa sino de investigaciones oficiales con detenciones, renuncias y contratos inflados documentados en plena guerra.
El caso Energoatom, con pérdidas estimadas en 100 millones de dólares mediante sobornos sistemáticos, involucra a Timur Mindich, socio personal de Zelenski, y a German Galushchenko, exministro de Energía. Son funcionarios del círculo presidencial, no intermediarios prescindibles. Sin embargo, la reacción europea ha sido ausencia total de condena pública, ninguna exigencia de responsabilidades y ninguna condición adicional para los miles de millones en ayuda militar o financiera que fluyen mensualmente hacia Kiev.
La razón es evidente. Admitir corrupción estructural en Ucrania debilitaría la narrativa moral que sostiene el apoyo europeo. La UE ha preferido mirar hacia otro lado antes que enfrentar la complejidad del aliado al que ha decidido apoyar sin matices, estableciendo un doble estándar que erosiona su credibilidad como defensora de valores democráticos.
Ultranacionalismo y corrupción como obstáculos a la paz
En Ucrania existe un nacionalismo comprensible reforzado por la invasión rusa, pero también corrientes ultranacionalistas con peso real en la política de seguridad. Batallones como Azov, aunque integrados formalmente en las fuerzas armadas, mantienen influencia ideológica que trasciende lo militar. No son mayoría electoral pero sí lo suficientemente influyentes como para presionar al gobierno, bloquear concesiones territoriales en negociaciones y convertir cualquier acuerdo de paz en riesgo político interno para quien lo firme.
A esto se suma un problema estructural. La corrupción no desaparece en tiempos de guerra, se multiplica. Cuando un país depende de más de 150,000 millones de dólares en ayuda externa desde 2022, la tentación y la oportunidad crecen exponencialmente. Contratos militares, reconstrucción de infraestructura, adquisiciones de emergencia: cada sector ofrece posibilidades de enriquecimiento rápido con supervisión debilitada por la urgencia bélica.
En ese contexto, perder la guerra no es solo una derrota militar sino una amenaza existencial para quienes han acumulado poder, dinero o influencia bajo el paraguas del conflicto. La paz, paradójicamente, representa un riesgo para sectores que se han beneficiado del estado de excepción permanente.
La aritmética imposible del apoyo occidental
La realidad militar es tozuda. Ucrania depende casi por completo de la financiación, la inteligencia satelital y el armamento occidental para sostener su resistencia. Sin los sistemas HIMARS, Patriot, tanques Leopard y munición constante proporcionada por la OTAN, el frente colapsaría en semanas.
Pero la UE enfrenta crisis económicas con inflación persistente, tensiones internas sobre costos energéticos, gobiernos divididos entre halcones y pragmáticos, y un creciente cansancio social respecto al conflicto que se refleja en encuestas donde mayorías crecientes priorizan negociación sobre confrontación indefinida. Estados Unidos, por su parte, tiene múltiples frentes abiertos, desde tensiones con China hasta Medio Oriente, y una política exterior cada vez más fragmentada por divisiones partidarias internas.
La idea de un apoyo ilimitado en tiempo y recursos es insostenible política y económicamente. Esto deja a Ucrania en una posición estructuralmente frágil: no puede ganar sin Occidente, pero Occidente no puede mantener el esfuerzo indefinidamente sin costos políticos crecientes en sus propias sociedades.
Zelenski atrapado sin salida elegante
En este escenario, la figura de Zelenski se encuentra atrapada entre la presión militar rusa que mantiene iniciativa en el frente, la dependencia absoluta de Occidente que condiciona cada decisión estratégica, las tensiones internas con sectores nacionalistas que vetan concesiones y el desgaste político de una guerra sin victorias claras tras tres años de conflicto.
Para un líder que llegó al poder con una imagen cuidadosamente construida, desde la serie Servidor del Pueblo donde interpretaba a un presidente idealista hasta su narrativa de presidente-actor convertido en héroe de guerra, la salida menos destructiva para su legado podría ser convocar elecciones y no presentarse a la reelección.
De ese modo preservaría su imagen internacional como símbolo de resistencia, evitaría cargar con el costo político de una negociación inevitable que implicará concesiones territoriales dolorosas, y dejaría que otro líder asuma el peso de gestionar la paz imperfecta o la derrota parcial. Sería, en términos estrictamente políticos, la única vía para salir del laberinto con su reputación relativamente intacta.
Europa debe elegir entre moralismo y realismo
La UE no puede seguir sosteniendo una narrativa épica simplificada mientras ignora la corrupción interna documentada en Ucrania, la presencia de grupos ultranacionalistas que condicionan la política de seguridad, la imposibilidad aritmética de una victoria total y la necesidad urgente de una salida diplomática antes de que el agotamiento occidental deje a Kiev en peor posición negociadora.
El moralismo sirve para discursos en el Parlamento Europeo, no para resolver guerras que se miden en vidas destruidas y territorios devastados. Si Europa quiere ser actor estratégico y no espectador reactivo que solo reacciona a iniciativas estadounidenses o rusas, debe recuperar la diplomacia como herramienta principal, asumir la complejidad del conflicto sin simplificaciones binarias y dejar de esconder bajo la alfombra aquello que no encaja en su relato heroico.
Porque las guerras no se ganan con narrativas construidas en despachos de Bruselas sino con realismo político que enfrenta hechos incómodos. Y el hecho más incómodo es que esta guerra no terminará con victoria ucraniana total sino con negociación que implicará concesiones dolorosas. Cuanto más tarde Europa en aceptarlo, peor será la posición negociadora de Kiev y mayor el costo humano acumulado. La pregunta no es si habrá negociación sino cuántas vidas más se perderán antes de que el moralismo europeo ceda ante la realidad geopolítica.






